martes, 18 de noviembre de 2008

GOTA GOTA



La semana pasada un reportaje de la Revista Cambio reveló la dimensión del mercado de crédito informal en Colombia: ocho de cada diez créditos son informales. Nada más indicativo de la realidad nacional que un problema que expresa tanto las falencias de la economía formal para incluir a toda la población dentro de un capitalismo democrático como los problemas de valores y conductas de los colombianos. Puede que en términos de volumen total de recursos del sector financiero, los créditos informales no constituyan una porción tan alta de la asignación de préstamos. Pero el hecho de que el mayor número de transacciones crediticias no sean producto de instituciones financieras reguladas por el Estado, es una advertencia que la economía formal del país presenta graves fallas en cuanto a su democratización. El crédito, una de las partes fundamentales del capitalismo moderno, es un servicio de lujo. En teoría una banca democrática cumple la función de captar los ahorros de la sociedad para que su clase empresarial pueda financiar la producción económica. A cambio de utilizar esos recursos los empresarios pagan unos intereses que incluyen las pérdidas de los préstamos no recuperados. Una banca eficiente debe evitar los préstamos a empresarios que no estén en condiciones de pagar porque encarece el crédito a quienes sí están comprometidos en ampliar el sector productivo nacional. La decisión de no pagar un crédito puede obedecer a que el empresario simplemente no tiene cómo hacerlo -por quiebra o iliquidez- o a que por razones éticas decide no cumplir sus deudas. Los bancos deben entonces identificar las probabilidades de pago de los empresarios para evitar que la plata de los ahorradores se diluya. Existen tres mecanismos básicos para garantizar que los clientes cumplan sus compromisos: activos físicos, fiadores e historial crediticio. El problema en Colombia es que un 80% de los clientes de préstamos no cuentan ni con activos ni con fiadores ni con historial de crédito para acceder a la banca formal. Deben buscar créditos en el sector informal que cuenta con otro mecanismo para garantizar los pagos: la disuasión armada. La violencia se convierte así en un medio alternativo para lograr que los potenciales clientes acudan al sistema sólo cuando están seguros de poder pagar, y de paso, evitan que muchos individuos pobres de ética decidan eludir sus compromisos crediticios. En otras palabras, el sistema bancario informal es un caso más donde la violencia se convierte en un mecanismo efectivo de regulación económica para aquella población que no puede ser atendida por el sector formal debido a sus barreras estructurales (falta de activos, conocimientos de las transacciones, etc). Lo más grave es que la mayoría de esos clientes son capaces de pagar las tasas de usura del sector informal. Los famosos sistemas de ‘gota a gota’, pese a su brutalidad e infamia, cumplen una función importante al permitir a muchos empresarios de bajos recursos y nula liquidez sobrevivir en medio de riesgosas transacciones. Sin importar los problemas de estos sistemas económicos los individuos cumplen sus obligaciones. La gran pregunta es: ¿cumplirían estos mismos individuos sus obligaciones si no existiera una amenaza violenta? Si fuera así los bancos no tendrían mayores problemas para atenderlos. Quizá este ejemplo sea una advertencia de los problemas éticos que afronta la sociedad colombiana y que deberíamos reconocer si quisiéramos en verdad modernizar nuestra sociedad.